Asomarse al aula de primer grado de la escuela Francisco de Arango y Parreño, en el kilómetro siete de la carretera a Viñales, permanecer allí en silencio desde la rendija de una ventana alivia preocupaciones sobre el futuro. A través de la guía de una voz clara y tierna, niños sonrientes escriben por primera vez mamá, Cuba, amor, amigos; calculan cómo compartir caramelos y describen al tocororo, la bandera, la flor de la mariposa; mientras una goma amarrada a un cordel pasa de un lado a otro.
-Maestra, mira cómo lo hice.
-Maestra yo terminé primero, mira mi libreta.
-Voy, ahora voy a sus puestos, esperen que termine de ayudar al jimagua.
En aquel sitio mágico, entre la brisa de un geografía que se abre a la Sierra de los Órganos, radica el lugar donde la maestra Lisandra Pérez Guillén se realiza cotidianamente hace diez años. En su aula de la escuela rural, rodeada de pequeños de alma limpia que llegan a ella como un libro casi en blanco, esta mujer cubana que apenas rebasa los 30 años encuentra el escenario real de sus juegos de niña.
Antes eran muñecas, pero hoy tiene ante sí personas a las cuales ella adentra por primera vez al emancipador mundo del saber. «Desde pequeña siento vocación por el magisterio, porque mi papá, mis tías, mis hermanos todo seguimos el camino de educar», comentó la joven profesora, que por su ejemplo personal es este 8 de marzo el rostro que simboliza a la mujer cubana en la postal a través de la cual el Primer Secretario del Comité Central del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, felicita a las féminas que habitan la Mayor de las Antillas.
Desde que Lisandra cursaba la licenciatura en la Universidad Hermanos Saíz Montes de Oca fue destinada a la escuela rural donde hoy trabaja, ubicada exactamente en el Consejo Popular Aguas Claras entre los municipios de Pinar del Río y Viñales. Vino primero de práctica estudiantil y no pudo desligarse más del recinto donde –afirma- los niños y sus familias son más humildes, sencillos y respetuosos.

Por eso desafía cada mañana -y en las tardes- los más de siete kilómetros que separan su casa de la institución, lo mismo llega en moto, en un carro, en una guagua, un tractor y hasta una volanta (carruaje abierto de dos ruedas halado por caballo), lo que sí no se perdona es faltar, que los niños que la aguardan con abrazos se pierdan conocer una nueva letra u operación matemática y que pasen la jornada desperdiciando la inagotable energía infantil.
«Primer grado es un grado muy bonito, porque los niños son pequeños, vienen apenas sabiendo nada y uno los educa a su forma, les enseña valores, todo el saber que necesitan para grados posteriores», cuenta la muchacha, quien conoce de cada uno de sus alumnos, sin acudir al expediente, sus fortalezas, debilidades, la historia con la que llegan a ese taller de futuro que es la escuela y ella la artesana.
Hace tres años, a la desafiante tarea de enseñar se le unió otra, una misión de vida, que a decir de Lisandra, la ha hecho mejor maestra. «Desde que una mujer es madre le nacen ciertos sentimientos, cierta sabiduría que es mucho mejor» a la hora de transmitirles valores y conocimientos a los niños».

Poder dedicarse a impartir clases lejos de la casa ha sido posible gracias a la ayuda que recibe de su madre, una red de apoyo tradicional en Cuba que la educadora reconoce imprescindible, ya que en el consejo popular donde vive no hay círculo infantil cercano, pero al trabajo –comenta- se va tranquila con la garantía de tener cerca de su retoño una abuela que hoy repite la dosis de amor que formaron a la maestra querida.
Al hablar con Lisandra sorprende su optimismo, la manera en la que asume la vida y sus desafíos contemporáneos. Podría contentarse con la labor muy importante y reconocida que desempeña, con los objetivos vencidos de sus alumnos, pero ella tiene metas más altas, mientras se prepara para el ejercicio de categorización no pierde de vista la maestría, la cual espera iniciar el curso siguiente, lo cuenta con orgullo, sonriente, desde una escuela en el campo donde su magisterio parece una luz suficiente.
Lisandra reconoce que en Cuba se viven tiempos difíciles, «pero lo que a uno le gusta, lo que a uno le apasiona no puede dejarlo por otras cosas», afirma convencida de que no pudiera verse en otro sitio lejos de la pizarra, de las tizas y de los pequeños que recibe en pleno cambio de la dentición y en solo diez meses leen, escriben y calculan con sonrisas renovadas.
«A mí me encanta ser maestra, me encanta enseñar, me encanta educar y no lo dejaría. Soy maestra, creo, que desde que nací».

Lisandra considera que la herencia espiritual que ha recibido como mujer cubana, distinguida por ser trabajadora, luchadora, emprendedora, la ayudan a ser cada día mejor madre y educadora. A ella la enorgullece y la alienta sentirse parte de una legión de féminas que desafían carencias materiales sin renunciar al fomento de la mayor riqueza, la útil y verdadera, la de saberse buena persona y formadora de nuevas generaciones.
«Siento mucho orgullo de ser mujer cubana, de ser madre, de ser trabajadora y quisiera desearles a todas las mujeres cubanas que luchen, que luchen por sus sueños, por sus deseos y que nunca se rindan, que a pesar de todas las situaciones que estamos pasando tenemos que luchar por un mundo mejor, porque Cuba sea mejor».
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