Por: Daniel Céspedes Góngora
Por estos días, al intercambiar correos con un excelente editor de un libro en preparación, me sugería que aunque el término citadino ser ha llegado a considerar ya como opuesto a rural, lo estipulado por la academia de la lengua española no solo cubana, sino de España, es urbano. Me escribía en una primera comunicación: «La palabra citadino, por ejemplo, no existe, pero como ya es común, la dejo en todos los casos, pero lo correcto, dicen, es urbano». Reconozco que, aunque he hecho más uso de citadino, el vocablo urbano acaso se imponga por cuanto comprende del espacio de asociación que entraña toda ciudad y cuanto ella implica.
¿Espacio de asociación? Por supuesto. Porque, para adquirir la categoría de urbe, un lugar reclama primero la asociación religiosa y política de cada familia, que es la sociedad en ciernes. Ese es el corazón que dignifica a la urbe como domicilio y continente. Para decirlo con el Fustel de Coulanges de La ciudad antigua: la urbe como el santuario de aquella asociación. Un escritor tan exigente por ejemplo como Roberto Bolaño no empleaba citadino, sino «entorno urbano», «pedazo urbano», «atardeceres urbanos», «poetas urbanos»… No es casual que un fotógrafo de la cultura del cubano Izuky Pérez Hernández (Banes, Holguín, 1982) reconsidere el término cuando retrata paisajes urbanos.
Es interesante que reconociendo también el siguiente reparo de Marguerite Yourcenar: «se ha hablado de simbolismo: con seguridad, todo paisaje simboliza aunque solo sea un estado de ánimo, como ya se ha dicho», lo respete hasta un acto —si se quiere— de veneración, si bien lo ha hecho para no incurrir en una connotación grandilocuente o artificial. A Izuky no le interesa invocar lo simbólico. Aunque responden al reacomodo de la lente, de la singular correspondencia entre lo que se ve y el ojo que lo percibe, los paisajes urbanos de Izuky Pérez no enmascaran o suavizan la realidad. Ha habido un encuentro conveniente. Conveniente por los encuentros con los lugares idóneos, con la hora adecuada. Hallazgo y testimonio. Amante de la belleza corporal y paisajística, Izuky es aún capaz de entrever en lo añoso o corroído rastros localizables de belleza. Evidenciar la ciudad en decadencia no es de su incumbencia. Lo que expresa apatía o desconsideración. Todo fotógrafo tiene derecho a escoger el instante de la imagen.
Esa Habana callada y, en apariencia solitaria, no es una que Izuky Pérez se ha inventado para hacer más llevadera su vida. Se diría que su lente, adiestrada ya en los detalles corporales del desnudo —sin que ello suponga desmembrar sujetos para luego reajustarlos como el monstruo de Frankenstein—, en los eventos de quinceañeras y la consagración a ratos sobrevalorada de la juventud, se sabe expandir cual paisaje generoso por abarcador, donde la ciudad acoge y escoge, mira y se deja mirar.
Como en las imágenes conservadas donde todavía permite al observador imaginar, así los países urbanos de Izuky Pérez, donde no importa si ya aconteció algo o está pronto a suceder. Hay como una calma que no se asemeja a la del abandono. Se trata más bien de un peregrino extrañamiento en que la ciudad revela algo pero esconde más. Tal vez es su manera de resguardar un misterio de sentido físico y espiritual. A inicios del siglo XX, ese autor viajero muy delicado que era Norman Douglas escribió: «La eliminación del misterio: ¿qué no le ha hecho a la Italia moderna? Como si la desfiguración del paisaje no se reflejara en la gente».
El paisaje urbano, en las fotografías de Izuky Pérez, entrevé una realidad, donde no se sacrifica ese misterio intrínseco y vital que es la supervivencia histórica.