Un titán de piel mulata y espíritu de bronce vino al mundo allí, junto a las lomas que cobijan a la cubana ciudad de Santiago. A miles de kilómetros y 83 años después, Rosario es una urbe que parece que flotara sobre las ondulaciones suaves de las pampas argentinas. Allí nació el «gaucho de voz dura (el que) brindó a Fidel su sangre guerrillera y su ancha mano».
De tanto darse a los demás, Maceo y el Che borraron la distancia del tiempo y del espacio, y galopan todavía sobre caminos que a veces parecen inaccesibles. Con ellos van los pueblos, América Latina ya lo sabe; la ruta es transitable.
Un poeta, hurgando en Peralejo, Punta Brava, Duaba, Baraguá, podría escribir del General Antonio lo mismo que encomió del médico argentino al desandar La Higuera, las sierras bolivianas y cubanas, o las selvas irredentas del África ultrajada: «entre leyendas viniste a nuestros días… –y tú sabrás, si cabe, perdonarlo– que te quedabas ya para semilla de cosas y de años».
De allí son los poemas que parecen consejos de quijotes: en el imperialismo no confiar, pero «ni tantito así»; luchar contra ese carcinoma de los pueblos es «el más sagrado de los deberes»; «subir o caer sin ayuda antes que contraer deuda de gratitud con un vecino tan poderoso».
«Sin exigir nada ni explotar a nadie», Guevara se sintió –y lo fue– «tan patriota de Latinoamérica», como estuvo el quinto hijo de Mariana dispuesto a «hacer la libertad de Puerto Rico». «No me gustaría entregar la espada dejando esclava esa porción de América», escribió.
Maceo y el Che cabalgan todavía, tendida «su ancha mano» cuando otra vez parece más oscura nuestra noche.
«Se equivocan (…) figurándose que eres un torso de absoluto mármol… / No fuiste sino el fuego /…la luz, el aire, /…la libertad americana soplando donde quiere, donde nunca / jamás se lo imaginan».
(FUENTE: José Llamos Camejo / Granma)