Desde joven
Ernesto se caracteriza por ser un hombre muy sincero. Alberto
Granado ejemplifica lo anteriormente señalado con algo
que ocurrió durante el recorrido que hicieron por varios
países de América Latina. En Perú ellos
habían recibido el apoyo del doctor Hugo Pesce, que
incluso los incitó a comer en su casa.
Durante la cena el médico les muestra un libro que
había escrito sobre los indios.
Estamos comiendo con él y nos dice: “Bueno...
¡ ustedes no me han comentado nada de mi libro”.
Yo me apresuro a decirle que el libro era muy interesante,
que describía muy bien al indio, su espíritu
fatalista... hay buenas anécdotas de la vida del indio...
Realmente muy interesante.
Entonces Pesce se dirige a Pelao y le dice: “Y usted,
Ernesto, ¿qué opina del libro?”. Y él,
que en ese momento está tomando la sopa, se quedó
con la cuchara a medio camino, frente al rostro, lo miró
por encima de ella... ¡ y no dijo nada!... Bueno, ¡
un silencio!...Yo me sentí muy mal y para arreglar
la cosa me pongo a hablar de nuevo acerca del libro. Digo:
¡Ah! “También me gustó mucho donde
usted describe la inundación del río, hay mucha
vida en esa descripción”...Bueno, ya casi al
terminar la comida vuelve Pesce a insistir y le pregunta a
Ernesto: ¿Qué dice usted del libro?. El Pelao
lo mira de nuevo y ¡no dice nada!. Bueno si yo volvía
a hablar era peor. Y se hizo un silencio ...terrible.
Terminamos la comida, el postre, el café. Nos despedimos
de su mujer y su hijo que estaban allí, caminamos rumbo
a la puerta y antes de salir Pesce se dirige al Pelao y le
dice: ¡No!, ¡no Ernesto usted no se puede ir sin
darme su opinión sobre el libro!.
Y el Pelao lo mira y le dice: “Mire doctor, ¡parece
mentira! Que un hombre tan inteligente como usted, con su
capacidad y valor haya escrito un libro tan mediocre. Este
libro esta malo por esto, porque es negativo, porque no es
marxista, porque describe un fatalismo del indio, que no es
verdad, porque ese es nuestro punto de vista y no el de ellos...”
Y yo veía cómo a medida que el Pelao hablaba
se iba creciendo frente al anciano, y este se iba achicando
cada vez más, retrocediendo casi. Entonces Pesce agacha
la cabeza y dice: “Tienes razón, Ernesto...”
Pero así encogido, el pobre.
Y nos fuimos. Y salimos de allí y echamos a caminar
rumbo al hospital, que había a unas sesenta cuadras.
Los dos en silencio y yo con una furia... Y llegamos a un
puente que había sobre un río que atraviesa
esa parte de la ciudad... y allí nos recostamos contra
la baranda, y cuando estamos ahí un rato me viro y
digo: “Mira Pelao que vos sos hijo... ¡El pobre
viejo nos ha dado de comer, nos ha dado plata, nos ha dado
puesto, nos ha dado pasaje, lo único que le interesaba
era su libro, y mira a lo que vos le decís!”
Y entonces el Pelao pone cara compungida y con una voz casi
inaudible me dice: “Pero, Petiso, ¿no viste que
yo no quería hablar?” Y era verdad que no había
querido hablar. ¡Y él era así, tajante
con la verdad, siempre.
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