A Fidel Castro lo conocí en mis sueños. Mi abuela -fidelista desde su nacimiento hasta su prematura muerte- contaba historias increíbles del “Caballo”, del gigante “barbudo” que dirigía los destinos del país. Desde esa época, en los años setenta del pasado siglo, pensaba todo el tiempo en qué le diría si me “tropezaba con él”.
Quise estudiar “el mejor oficio del mundo”, según la calificación que le dio al periodismo su entrañable amigo El Gabo, para de alguna manera -si acaso un día- poder conocer a Fidel.
Y fue entonces, cuando llegaron los difíciles años de la década de los noventa del siglo XX, que en el camino profesional de la recién graduada, inexperta, optimista y soñadora, apareció, tan inigualable y real, el cubano excepcional vestido de verde olivo.
Como periodista, muchas veces vi a Fidel. Le pregunté y me respondió, aunque fueron muchas más las ocasiones en las que me devolvió otra pregunta, porque así era él. Tuve el honor de contar para la radio numerosas coberturas de prensa dentro y fuera del país: visitas oficiales a naciones de América, Europa, Asia y el Medio Oriente, asistencia a tomas de posesión de varios presidentes, Cumbres y conferencias internacionales…
Lo observaba todo el tiempo con el mismo asombro de la niña que, muchos años atrás, seguía sus discursos en las páginas de los periódicos; buscaba su estatura universal en las imágenes televisivas y su inconfundible voz en las alocuciones radiales, las que paralizaban a un país entero que encendía televisores y radios porque “va a hablar Fidel”.
Y sí… ciertamente el Comandante en Jefe es de todos, pertenece a una nación; pero cada quien tiene a su propio Fidel. Aquel tristísimo 25 de noviembre de 2016, una voz se fue por un momento, pero regresó para seguir desafiando amenazas, peligros y trampas, con su chaleco de la moral, a pecho descubierto.
Fidel no solo fue el líder de una Revolución que aprendió a resistir cualquier adversidad; sino que también fue maestro de un pueblo; y al mismo tiempo, su discípulo más extraordinario.
Es el guerrillero, el Presidente, el intelectual, el padre, el amigo, el hermano inseparable del “más chiquito” -ese otro cubano tremendísimo que nos sigue repitiendo, con el amor y la lealtad invariables, que «Fidel es insustituible».
El Comandante tenía la sinceridad que impresiona, la inteligencia que deslumbra, el poder de convencimiento que contagia, el don especial de la palabra, la virtud de la sencillez, la solidaridad y la hidalguía. Nos dejó la enseñanza de servir a la verdad y a la ética, de ir siempre a nuestras raíces; y, por sobre todas las cosas, defender a Cuba.
Pensar, trabajar y crear, sosteniendo la unidad de la nación, es el mejor homenaje a un hombre extraordinario, ante el cual ni la muerte cree que se apoderó de él. Su mayor mérito es haber permanecido vivo para su pueblo. Cuba siempre tendrá a Fidel; Fidel tendrá siempre a Cuba; y yo seguiré creyendo en el Fidel que vive en mí.
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