Dentro del juego de  pelota, para entonces con bastante atracción en la zona occidental del país,  nunca llegó a apagarse la llama independentista encendida el 10 de Octubre de  1868 por Carlos Manuel de Céspedes.  
                          La suspensión del campeonato  correspondiente a 1895 por parte de las autoridades españolas encontró también  que los peloteros criollo, respondiendo a la consigna libertadora, mantenida  por José Martí, Antonio Maceo y Máximo Gómez, aprovecharan la formidable  acogida al llamado “deporte americano” para recaudar fondos con destino a la  gran causa patriótica. 
                          A la cabeza de aquel valiente grupo  de peloteros patriotas figuró Emilio Sabourín y del Villar, uno de los jóvenes  que introdujo el béisbol en Cuba, quien nació en La Habana, septiembre 5 de  1853.    
                            
La entusiasta iniciativa de Sabourín  fue superior a todas las tentativas españolas de prohibir los campeonatos del  novedoso juego, pues con un grupo de amigos se entregó a la tarea de  acondicionar el terreno que estaba situado en el barrio del Vedado, el mismo  que sirvió de escenario (hoy, calle Línea esquina a G) al primer desafío del  campeonato en el año 1878. 
                          Cabe destacar que las actividades  conspirativas de Sabourín tuvieron lugar desde sus años de adolescente, cuando  en compañía de otros muchachos compraba armas y municiones desechadas por los  propios españoles para repararlas y enviarlas a los insurrectos. 
                          La etapa previa a la preparación de  las distintas expediciones independentistas extendieron el ejemplo de Emilio  Sabourín hasta la colonia cubana de Cayo Hueso, donde un grupo de jóvenes hijos  de emigrantes formó el club Habana, donde un grupo de hijos de emigrantes formó  el club Cuba, el cual actuaba única y exclusivamente para recaudar fondos  destinados a la Guerra de Independencia. 
                          Durante los primeros meses de 1895 Sabourín  mantuvo su valiente actividad y a finales de ese año, diciembre 15, fue  detenido bajo la acusación de conspirar y enviado a la fortaleza de La Cabaña. Al cumplir los  primeros del Hacho, en Ceuta, África, lugar donde murió de pulmonía el 5 de  julio de 1897. 
                          El insigne patriota cubano Juan  Gualberto Gómez asistió en calidad de compañero en el cautiverio a la agonía  del valiente pelotero. En crónica posterior rememoró: 
“Los devotos del béisbol se disponen  a tributar el homenaje de sus recuerdos a Emilio Sabourín, quien fue uno de los  fanáticos sacerdotes de ese culto. 
                          Ese homenaje no puede ser más  justificado. Emilio Sabourín merece el cariño de sus compatriotas. Fue no sólo  un entusiasta partidario de ese “sport” regenerador del organismo humano, sino  también un apasionado amante de las libertades patrias. Por defenderlas sufrió  y murió. Y qué muerte... Asistí a su agonía, y nunca se borrará de mi mente el  triste pero viril espectáculo del fin de ese hombre de alma estoica y corazón  tierno... 
                          En el inmenso, a la par que inmundo  salón del Departamento que en el Castillo del Hacho tenía el presidio de Ceuta,  estábamos hacinados varios centenares de presos políticos cubanos junto a otros  detenidos comunes españoles. 
                          A la fuerza de dádivas y paciencia,  habíamos logrado reunirnos en uno de los extremos de ese salón unos cuantos de  losa confinados cubanos, Ernesto Jérez, Agapito Austin, Ignacio Lazaga, Pablo  Borrego, Ramón Allonez y otros por el estilo.  
                          A título de decano o más experto en  vida presidiaria, me consideraban como portavoz y guía de mis compañeros. El  catre de Emilio Sabourín se encontraba cerca del de Ernesto Jérez y en la banda  opuesta a la que ocupaba yo.  
                          Merced a mis relaciones con el  Ayudante del Penal, Jefe del Departamento del Hacho, se habían podido obtener  dos cosas: primero, que no se llevasen al enfermo al hospital del presidio,  donde se estaba peor que allí; y segundo, que lo visitase furtivamente el  inolvidable sabio médico cubano José R. Montalvo, deportado en aquella fecha  con Alfredo Zayas, González Lanuza, Arturo Primelles, Generoso Campos  Marquetti, Juan Miguel Ferrer Sáez y otros muchos en los pabellones militares  del propio Castillo del Hacho. 
                          Fue un gran consuelo para Sabourín la  visita del doctor Montalvo, pues estaba prohibida la comunicación de los  confinados con los deportados cubanos.  
                          Así es que estimamos todos como un  triunfo señalado, que a nuestro enfermo lo tratase un médico de fama  reconocida. Pero el doctor Montalvo diagnosticó una pulmonía doble, muy  avanzada ya en sus estragos cuando se le consistió ver al paciente, y de fatal  desenlace. Y así fue.  
                          A pesar de la esmerada asistencia de  sus compañeros, entre los cuales había dos farmacéuticos que fungían de  enfermeros, se veía al pobre Sabourín andar rápidamente los últimos pasos en el  camino de la vida. 
                          Él mismo no se hacía ninguna ilusión.  Se sentía herido mortalmente, y aunque luchaba para caer con dignidad, y si  cabe el vocablo, con elegancia, no por eso dejaba de darse cuenta de la  realidad de su estado. 
    
  Se le veía sufrir de una manera  horrible; pero se esforzaba por parecer sensible al dolor. Sin embargo, llegó  un día en que ya no pudo presentarse jovial, ni decidor, como hasta entonces se  mostraba. 
                          Y lo recuerdo todavía con sincera  emoción. Me llamó; me tomó una mano entre las suyas, y me dijo: “Juan, esto se  acaba y... pronto”. Yo lo sabía, pero intentando, como era natural consolarlo,  protesté enérgicamente de que tuviera semejante pensamiento.  
  Mentí asegurándole que el doctor  Montalvo lo encontraba mejorado. Movió la cabeza con incredulidad, y,  súbitamente, incorporándose en la cama con una energía que no me podía  sospechar que tuviera aquel cuerpo descarnado, por la intensa fiebre, sacó de  la funda una fotografía, y enseñándomela, me dijo con los ojos por primera y  única vez, bañados en lágrimas. 
                          “Mira que dejo. La fotografía  representaba un grupo encantador, formado por su esposa y sus hijos. Me  enternecía a su vez y ya no pude hacer más que ayudarle a colocar de nuevo a  colocar la fotografía bao la almohada y su cabeza sobre ella. 
                          Pocas horas después, expiraba. Yo  conocía poco su vida anterior. Le vi por primera vez en el Presidio de Ceuta.  Así es que no puedo asegurar que el juicio que de él formé fuera irrevocable,  por lo exacto y completo; pero es cierto que me dejó la impresión de un hombre  de alma sana, de carácter jovial, inclinado a la dulzura de la vida, pero al  mismo tiempo muy capaz de echar sobre sus hombros los más graves, sanos y  austeros deberes de la existencia.  
                          Y más que todo, me dejó el  convencimiento de que había amado entrañablemente, y casi por igual, estas tres  cosas: el Base-ball, su Familia y su Patria. Sé de algunos glorificados por las  pasiones humanas, que no han amado tanto ni tan noblemente, como Emilio  Sabourín”. 
                          A este importante pasaje podría  agregarse que la inmensa mayoría de los peloteros participantes en el  campeonato de 1894-1895 se incorporaron activamente a la revolución. La extensa  relación incluye a Alfredo Arango, Leopoldo y Pedro Matos, Ricardo Cabaleiro,  Carlos Maciá, José Dolores y Manuel Amieva, Agustín “Tinti” Molina, Valdemar  Schweywer y otros. Acusado de conspiración fue fusilado en La Jata, Guanabacoa,  el lanzador Juan Manuel Pastoriza. 
                          Fueron años de guerra, de lucha de todo un  pueblo por su Independencia. Los peloteros comprendieron la importancia de  alcanzar el éxito en esa guerra. Algunos entregaron la vida en glorioso  holocausto. |