Eran
pasadas las cinco de la mañana del 15 de abril de 1961, cuando
un grupo de aviones procedentes de Nicaragua se acercaban
a las costas cubanas. Un puesto de observación de
las FAR en la Isla de la Juventud avisó al país: “Aviones
sospechosos han sobrevolado la zona”.
No
transcurrió un cuarto de hora y ya la base aérea
de San Antonio de los Baños y el aeropuerto de Ciudad
Libertad, ambos en La Habana, y el aeropuerto de Santiago
de Cuba, estaban siendo bombardeados. Artilleros, pilotos
y mecánicos ocuparon rápidamente sus puestos.
Los
primeros, muchachitos de apenas quince años,
pusieron a funcionar todas las piezas antiaéreas en
cuestión de segundos.
Cuentan
los presentes que ese día Santiago de Cuba
tuvo un despertar temprano y de alarma. Ruido de aviones
que surcaban el aire y lanzaban bombas, fuertes explosiones,
tableteo de ametralladoras, movilización de milicianos.
Mucha incertidumbre sobre lo que acontecía.
En
Ciudad de La Habana fuertes explosiones procedentes de
la zona de Ciudad Libertad llamaron la atención de
los ciudadanos, las columnas de humo aumentaron el sobresalto
y la desesperación. Luego vino la certeza del hecho
para los residentes en ambas ciudades: aviones mercenarios
atacaban los aeropuertos.
La
carga mortífera fue “despachada” por
ocho bombarderos B-26, tres atacaron el aeropuerto de Ciudad
Libertad, otros tres el de San Antonio y dos el de Santiago.
La
agresión sorprendió a los defensores de
estas instalaciones, pues las naves tenían pintadas
las insignias de la Fuerza Aérea Revolucionaria cubana
y nuestra Enseña Nacional. Una vez más, el
crimen se hizo acompañar del engaño.
El
objetivo era destruir los aviones en tierra y privar a
Cuba de esos medios para actuar frente a la invasión
mercenaria que pocas horas después llegaría
por Playa Girón.
Esa
misma mañana, en Naciones Unidas, el canciller
Raúl Roa pidió la palabra para acusar al gobierno
norteamericano como culpable de esa agresión. Sus
verdades como puños dejaban sin argumentos al embajador
yanqui, Adlai Stevenson.
Las
secuelas de aquel criminal acto fueron siete muertos y
cerca de 50 heridos. Entre los fallecidos destaca la figura
del joven de 25 años, Eduardo García Delgado,
quien alcanzó un lugar significativo en la historia
de Cuba al realizar el gesto simbólico de escribir
con su sangre el nombre de Fidel, en una puerta, unos instantes
antes de fallecer a consecuencia de las heridas sufridas
por el ataque.
García Delgado fue uno de los primeros en incorporarse
a las Milicias Nacionales Revolucionarias y posteriormente
pasó a formar parte de las tropas de la Defensa Antiaérea
donde además de artillero fungió como instructor
revolucionario.
El
día de los hechos formaba parte del grupo que
protegían el aeropuerto del antiguo campamento de
Columbia. Inspirado en su heroico gesto, el poeta Nicolás
Guillén creó un poema titulado “La Sangre
Numerosa”.
Todavía hoy, a 47 años de aquel crimen, en
el hangar del aeropuerto Antonio Maceo, están impresos
los impactos de la metralla mercenaria. Allí también
se pueden observar un busto del Titán de Bronce, atravesado
su hombro izquierdo por un proyectil enemigo. Como si no
descasara su interminable lucha por la libertad de la Patria;
este día, recibía una herida más.
Pero
ni el bombardeo, ni la posterior agresión pudieron
con el empuje de la Revolución que hoy se consolida
y camina con paso firme hacia un futuro lleno de esperanzas. |